Hubo dos señales que, en caso de haber sido observadas por los padres, quizá hubieran ayudado a prevenir el aislamiento de la pequeña. Una fue la insistencia de Lucy en la seguridad de la casa; quería instalar una cámara de vigilancia, aunque su objetivo principal era conseguir que su perro Pollo aprendiera a defender su mundo; el territorio que mejor conocía, su casa. La niña advertía en la pantalla-k, como todos los días desvalijaban aquí y allá, robando recuerdos, destrozando vidas, golpeando y a veces incluso matando a los ocupantes de las viviendas, y se imaginaba cómo iban a entrar en su mundo; primero matando a su perrito, y después atando y tratando salvajemente a sus padres; por último, habiendo observado tal horror, le tocaría su turno y entonces caería en las ávidas manos de los atracadores, aparecidos en sus oscuras fantasías. Una señal de alarma fue esa; otra el hecho de que Lucy se levantara todas las madrugadas, para comprobar si el cenicero de Fingerpotato no ardía, no hubieran las chispas saltado del cenicero al mantel, y de la tela a la madera de las sillas y las mesas, y lenguas fuego por todas partes.
Pues Lucy no se limitaba tan sólo con estos delirios de fuegos y robos. Tras ir a por un vaso de agua, y de rociarlo en el cenicero de su padre, comprobaba que las cerraduras estuvieran echadas, y se quedaba mirando las ventanas. Qué fácil le parecía que alguien entrara, de pronto, arrasándolo todo. Lo peor llegaba durante la noche, cuando oía aquellos extraños ruidos que tanto pavor le infundían; pisadas, sonidos extraños, incluso algunos ecos se le habían parecido a un hombre en su habitación. Del pavor que sentía creyó escuchar el balbuceo, en su habitación, habiéndose acostado y sin poder dormir, cuando en realidad había chirriado el radiador.
Convenció a su mamá, Mantícora, para que le acompañara un al parque. Una vez estuvieron allí, comieron helados y más tarde caminaron por los alrededores, donde los padres y abuelos vigilaban que los muchachos no se pelearan entre sí, comieran algo del suelo o acabaran contra el suelo. Había un cuantioso número de niños y niñas jugando en los toboganes; unos cilindros transparentes que serpenteaban en un castillo medieval de pasadizos, trampas y redes, donde las espaldas y los escudos habían sido pintarrajeados y deteriorados. Pero también había muchos otros niños y niñas jugando con máquinas electrónicas, simuladores de vuelo y de conducción, riéndose mientras disparaban a los avatares de sus compañeros, en videojuegos en que se desarrollaban partidas múltiples.
Tratando de retener un tiempo a su pequeña, Mantícora le dijo a Lucy que allí había muchos accidentes, las niñas como ella se estallaban los dientes en los columpios que oscilaban en el foso del castillo de juego, y pronunció palabras como sangriento, estallar, desconocidos o perversión, pero el miedo no surtió demasiado efecto en la niña, pues había hablado con sus compañeras de juegos acerca de lo que decía su mama, encontrándose con las risotadas y mofas infantiles, ante la ridiculez de que fuera a ser raptada o estallada en medio de tanta gente, ante la protección de padres, abuelos o cuidadores. Y entonces la verdad suprema de su madre se reducía frente a las burlas. La niña no tardaría en crecer y en poner en duda tales verdades. De hecho, ya lo había hecho; cuando se escapó hasta las torres humeantes, o aquella vez en que se escondió de Mantícora y su madre sufrió un desmayo ante la ansiedad de no tener a su pequeña al lado.
Así que la niña corrió hacia los columpios del foso. Pero Lucy no era como aquellas niñas estúpidas y egocéntricas que requerían la atención de sus madres, para ejecutar entones cabriolas y saltos, como si fueran loros amaestrados que repitieran; mírame, mamá, mamá, como si esperaran aplausos por representar la patética función de hijos-mascota. Lucy iba a su aire, sin pedir atenciones, tratando de burlar la mirada de Mantícora. Yendo hacia el foso, un arenero con bordes tallados con tormentas marinas y naves antiguas, un pequeño que marchaba correteando, le dio un cabezazo en el hombro. Lucy frunció el ceño y le escupió en la camisetita, de modo que el niño intentó empujarla pero ella echó el cuerpo hacia adelante y le contuvo, corriendo después hacia los columpios. Había uno libre y la niña se deleitó con los excitantes, y cada vez mayores, balanceos. En los alrededores del arenero había árboles, y la niña quiso verlos coronar, impulsándose con fuerza.
Entonces Mantícora, que había seguido con atención escrutadora y fría los movimientos de su hija, se encontró con una vecina e intercambiaron algunas palabras de cortesía. Pero cuando su madre volvió a mirar al columpio, Lucy ya había dado de bruces contra el arenoso suelo. Inclinando todo su cuerpecito para aprovechar el impulso, la niña se había emocionado viendo las puntiagudas copas de los pinos, pero las cuerdas que sujetaban los extremos del columpio, volteadas sobre la barra lateral, le habían tumbado sobre la arena y las piedrecitas perforando el fino cutis de sus rostro.
— ¡Dios santo! ¿Estás bien? — Mantícora había dejado a la vecina, y corrido despavorida hacia los columpios—.
— Sí, quita — Lucy se avergonzó por haber sido tumbada, así, delante de todos. Pero el dolor de las piedrecitas en el rostro y en las piernas no era demasiado notorio—.
— Espera, te voy a limpiar… ¡Qué susto me has dado, maja!— la mamá saco un pañuelo—.
— Quita
— ¿Qué haces, Lucy?
— He dicho que pares…
— Te voy a quitar la sangre
— Dame — Lucy tomó el pañuelo y se limpió ella sola—
— Aun tienes unas motitas…
— Estoy bien mamá. No ha pasado nada.
— Pero si casi te saltan los dientes.
— Los dientes los tengo bien, sólo dos caries.
— Vamos a casa.
— No, quiero quedarme.
— ¿Pero cómo te vas a quedar así? Estás llena de arena, con motas de sangre, rasguños en la cara y las piernas. Necesitas una ducha urgente.
— ¡Hemos venido hace nada!
— Y ya nos vamos…
— ¡Noooo! Sólo un momento, te lo prometo. Antes una niña me dijo que van a hacer un torneo en la zona de las máquinas electrónicas.
— Por hoy, he tenido suficiente sobresalto. ¿Tienes idea de cómo me he sentido cuando te he visto allí tirada?
— … — Lucy se sintió culpable—.
— Un día de estos te ocurrirá una desgracia, y no sé qué va a ser de nosotros — dijo Mantícora—.
— ¿Por qué no ha venido Proseo?
— Tu hermano es aún demasiado pequeño
— ¿Y papá por qué nunca te acompaña a vigilar? ¿Él no quiere controlarme?
— ¡Oye, Lucy! ¿Cómo te atreves?
— ¿A qué?
— No seas respondona, estás bajo mi responsabilidad. Si te pasara algo, no podría soportarlo.
— Unos niños me dijeron una cosa muy curiosa, el otro día, jugando con ellos
— ¿Si?
— Resulta que les pregunté si temían todos esos peligros que dices que hay por aquí, pervertidos y viejos verdes, secuestradores y traficantes al acecho. Siempre dices que debo tener cuidado con los peligro, pero yo no veo que existan. Y los niños se burlaron de mí, por preguntarles eso y tener una madre tan rrrara — Lucy había arrastrado la primera erre—
— Yo no soy rara, niña.
— Rrrara como una rana en llamas, jajaja — la niña se mofó—.
— Oye, apestas. Estás llena de arena y de mierda— Mantícora hizo un ademán de desprecio con la mano, como apartando a Lucy—.
— Ahora iré a jugar al campeonato de la zona de máquinas
Pero Mantícora agarró a la niña de la muñeca derecha y apretó.
— Suéltame, vamos… — Lucy trató de zafarse de su madre, pero no pudo. La sensación de impotencia ante el poder absoluto de su madre, le hizo cabrearse— ¡Maldita loca, suéltame!
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