Alguien recuerda que somos animales mamíferos, y entonces todo se vuelve más simple y complejo, claro y confuso. Los instintos de alimentación y reproducción, la supervivencia del individuo y de la especie, y los problemas derivados de la represión, la coacción social y la autoridad, se entienden entonces con mayor claridad.
Las crías de la especie, recluidas en lo que parece una cárcel; las aulas y los cerrojos, la familia y la exclusión. Los hijos e hijas del capitalismo muestran las contradicciones de sus progenitores, la fantasía y la libertad se contraponen al sentimiento de culpabilidad y a la formación del ego, que con el crecimiento de las crías hasta los especímenes adultos, se cristalizan en la fragilidad y el miedo sublimado hacia una sociedad depredadora en la que los adultos ya han aprendido la lección, adaptándose al hábitat natural que dibuja el individualismo; animales encerrados, presas de una razón corrompida, maniatada por la relación imaginaria del individuo respecto a las condiciones reales de su existencia y las imágenes e ideas subconscientes, que forman un juez interior, terrible, que ningún otro animal padece. Y es que la autoridad proviene del exterior; para que los animales dominantes, por regla general machos, de mediana edad, colocados en la punta de la pirámide alimenticia como faraones jactanciosos, hombres de negocios y maletines y aliento pestilente, que van imponiéndose para que el orden de las cosas continúe como hasta ahora. Faraones a cuyo regazo se han apostado los animales sagrados; negros felinos, que los machos alfa, atusan y premian y castigan a su antojo; al fin y al cabo son mascotas.
Después llega la corte de los faraones, precedida por el resonar de los látigo; la opresión que marca el sufrimiento de tantos animales, que se preguntan por qué deben pleitesía a todos los señores que guardan el Nilo. La fuente de la riqueza siempre se constituye como un fluir oscuro, en el que las sombras niegan su forma para investirse de la forma en que una quiera verlas.
Entonces llega la zoozobra, la deriva de la especie animal. Olvidados sus orígenes, la confusión terrible se expande como un virus que agarrota los músculos y los órganos de los animales; ojos con las cuencas vaciadas, articulaciones desvencijadas y malbaratadas durante la construcción de las pirámides. Y cuando la deriva se ha producido, cuando las crecidas del Nilo lo han cubierto todo, entonces las ideas se fertilizan, el campo florece de vida y las nuevas especies son descubiertas. El horizonte entonces pesa menos, cargado por la conjura de mil demonios; demonios a los que ya nadie escucha, porque la posibilidad de redescubrirnos, no sólo en el plano individual sino como fuerza motriz que se dirige a superar las barreras, arrollando todas las sombras y miedos, dejando atrás todo lo antiguo.