Alejandro estaba sentado en un viejo sofá mientras veía los dibujos animados. En la imagen que mostró la televisión, un gran gato charlaba con un hombre de aspecto extraño que llevaba un sombrero morado, cada uno de sus ojos poseía un color distinto y se había pintado los labios como una mujer. Alex comenzó a cansarse de los dibujos y bostezó abriendo la boca a la manera de un pequeño león que rugía, pues nuestro niño era aún muy chico, de pelo rubio y tez nívea. Fue a la cocina, donde su abuela preparaba el desayuno sirviendo leche en una taza blanca. El niño cogió la taza, que le pareció tan caliente como un orbe de fuego. Tiró el recipiente y le dijo a su abuela que se marchaba al río, después buscaría a Náyade y jugaría en compañía de la muchacha. La abuela respondió algo al tiempo que el niño bajaba las escaleras, que serpenteaban como un túnel que se adentraba en una mina de piedras preciosas, pero no comprendió las palabras que habían salido de su boca como si se hubieran disipado en el aire. Alejandro empezaba el día esperanzado y dichoso, dibujando una sonrisa de media luna. Disfrutaba de las vacaciones estivales en Tordómar, el pueblo castellano donde se había criado, aun echaba de menos a mamá. Solía escalar hasta el alto empedrado donde se encontraba la ermita y otear el horizonte, esperando vislumbrar el coche de su madre que regresaba de visita.
Salió del porche y los haces de luz deslumbraron a nuestro niño, que formó una visera con sus manos, protegiéndose así de la cálida mañana en que se escuchaban el repique de las campanas de la iglesia y el soplo de la brisa avivando los árboles, agitando sus brazos escamados, ramas que se tendían en dirección al río acariciando y cubriendo la vega de un intenso resplandor esmeralda. Alejandro fue hasta las lindes del puente romano. El espacio que se abría entre los arcos se transformó en los ojos de un gigante que custodiaba el curso del Arlanza, velando por las criaturas que moraban en él, advirtiendo a quienes corrompían la calma de las aguas con una mirada fulminante. El gigante permanecía agachado, curioseando a través de los arcos del puente, soplando y soltando risotadas; su aliento se asemejaba al aroma de las flores. Nuestro niño se debería haber asustado ante la presencia de aquel gigante, pero le pareció que en aquella mañana había ocurrido un suceso excepcional, algo que había quebrado la realidad como un espejo roto; todo era raro. De todas formas, el gigante le había observado sin atisbo de malicia.
Alejandro anduvo un rato, llegó a las últimas viviendas de Tordómar y bajó a la vega. Durante el largo verano del que disfrutaba había construido una diminuta fortaleza junto a la fronda que se levantaba cerca de la orilla, un espacio que sólo conocía él y que había dispuesto a su antojo apilando los riscos más pesados que había encontrado, custodiando en su interior unos frascos de cristal que habían servido para guardar mermelada. Cogió uno de los tarros, que conservaba los renacuajos que había conseguido atrapar, y jugó a que era Nemo, el enigmático y sombrío capitán de uno de los libros que le había leído mamá, Veinte mil leguas de viaje submarino. Entonces un pez dio un salto impresionante, cortando el aire con su vela y salpicando el rostro del niño. El pez, que era inmenso y de color azul metálico, contaba con una afilada cresta asida a los lomos y una aleta dorsal de la forma de un cortahielos. Cuando el pez se sumergió en las profundidades, la sombra que esbozó bajo el agua se asemejó a un submarino.
Alejandro dejó que el sol secara las gotitas de agua que se derramaban por su rostro. Siguió el curso del río, subió un montículo y llegó a la carretera, dirigiéndose a la plaza del pueblo, un lugar desierto de la risa de los hijos del pueblo, rodeado por unas casas de fachadas desconchadas y por otras construidas con adobe y sudor, impregnado del sudor salado de la ausencia. Náyade, la solitaria muchacha con la que solía encontrarse en la plazuela, todavía no había llegado portando su balón de fútbol, con que Alex esperó y esperó lo que le pareció una eternidad a que apareciera su amiga, una delgadísima niña que solía lucir vestidos que ensuciaba chutando a portería y saltando a la comba y peleándose con quien le replicara de malas maneras. Entonces ocurrió un suceso de veras extraño, y es que Alex se encontraba en la fuente que refrescaba a las afueras de la villa sin habérselo propuesto, ni siquiera recordaba haber andado hasta allí o si quiera habérselo propuesto. Mas habría sido una idea acertada, dado que la madre de Náyade se encontraba lavando un vestidito azul salteado con círculos blancos; la mamá se afanaba en desprender las manchas, restregando la pastilla de jabón contra el tejido, frunciendo el ceño.
— ¿Dónde está Náyade? – preguntó el niño.
— …
La mujer seguía consagrada a su tarea.
— Perdone ¿Y Náyade? ¿Está en su casa?– preguntó el niño.
— …
— ¿Qué pasa hoy en el pueblo? La gente está majareta – dijo Alejandro.
Si la inusual actitud de la madre de Náyade o el encuentro con el vigilante del Arlanza apenas habían socavado el ánimo del muchacho, contento de corretear por el pueblo a sus anchas haciendo las veces de Capitán Nemo, lo que sí aterrorizó a Alex fue la niebla que se despertó desde los caños de la fuente, que escupían la bruma a borbotones. Cuando caía el agua, un espeso vapor se elevaba cubriendo el firme como la nieve que enterraba los campos en la mañana de un frío y espantoso invierno. La niebla serpenteaba, ladinamente se introducía en las narices del muchacho, lo perturbaba, sepultaba los rellanos y las escaleras de los gallineros. El niño pensó que lo mejor sería volver a casa, ya había dado la hora de comer, su abuela lo estaría esperando a la mesa irritada por la espera.
Abrió el portón. ¿Por qué su abuela no le había llamado a comer en cuanto había entrado? ¿Estaría muy enfadada? Alejandro subió las escaleras de dos en dos, sudando y jadeando. Su abuela se encontraba apoyada en el quicio de la puerta de la cocina, paralizada. Permanecía en la misma posición que cuando el niño se había marchado por la mañana; mantenía la boca abierta, como si quiera decir unas palabras pero la lengua se le hubiera atragantado, ni un mísero pelo se movía en su cuerpo. Se encontraba en una estática quietud, congelada, ajena al tiempo y a los gritos y súplicas de su nieto. Entonces Alejandro sufrió un espasmo que espoleó cada músculo de su cuerpo. Abrió los ojos y bajó a desayunar.