Leer Parte I del cuento
Del rostro desfigurado y fantasmal de Valery, que movió la cabeza en dirección a la cola humeante, se desprendieron algunos trozos de limo, mezclado con piedras, ramas y raíces. Uriel y Balam entendieron que debían adentrarse en las cenizas para así alcanzar, al fin, las cotas más profundas y preciadas del Neurobosque. Entonces se dieron las manos y, trasmitiéndose un ánimo que surgió más allá de las palabras, confiaron en las indicaciones de la niña atravesando las llamas. Durante unos instantes, las lenguas de fuego chisporrotearon y les cegaron por completo. Adentrándose en el humo, sin advertir las formas, desaparecieron como en una espesa niebla despertada antes de una batalla, que habría de librarse contra las sombras que guardaban el lugar.
Como se habían imbuido, siguiendo las instrucciones de Valery, en el estado idóneo para someterse a los pensamientos oscuros, Balam y Uriel tuvieron que luchar para reencontrarse a sí mismos, hallar la verdad del instante mismo que habitaban y que se les aparecía como la terrible premonición de su muerte, la suerte que habían compartido los anteriores expedicionarios. A medida que fueron recobrando la paz y la cordura: ahora un destello de color, después la definición de una vaga forma; la visión fue retornando poco a poco. Cuando Uriel ya se había despejado, Balam aún no atinaba a distinguir con claridad las ramas de los hillus, que serpenteaban en el viento como si fueran los cabellos de los fantasmas. Su compañera trató de animarle, pero el joven sufría porque, la invocación que había hecho de las sombras, sin duda lo había debilitado. Y más, pensaba él, ante la sospecha de que nunca podría derrotar a sus sombras.
La noche había arreciado en los laberintos del Neurobosque, y la Luna de Andrade sonrió desde lo alto, derramando un fulgor espectral, bañándolo todo con su luz pura y sanadora. Caída Andrade sobre los árboles, de un tamaño todavía más colosal que los gigantes que habían visto en los pasillos más superficiales, los troncos y la sabia relucían con entrega y devoción a la luna. Las amapolas, las plantas de culebras, las asperillas, las margaritas y las lilas florecían el lugar, tendiéndose a los insectos y los pajarillos que revoloteaban en torno a las jóvenes y molidas figuras de la pareja, embriagando el aire de fragancias y amables aleteos.
Balam se alejó unos pasos, tratando de evitar que Uriel advirtiera su cobardía. Se había prometido que dejaría de afrontar los retos así, temeroso, dolido y sangrante. Pero, una vez más, no cumplió los compromisos que había acordado consigo mismo.
— ¿Qué te pasa? — preguntó Uriel.
— Nada… ¿Te has fijado en estos árboles, no te parece que forman un mundo propio? — trató de disimular Balam—.
— Yo también temo, no debes avergonzarte.
— ¿Saldremos vivos de aquí?
— ¿Quién sabe?
— Lo dudo
— Yo no tengo dudas de que contamos, en realidad, con muchas más posibilidades de sobrevivir que otras gentes que intentaron adentrarse en estos oscuros laberintos. Al fin y al cabo, nosotros sabemos más que nadie acerca de este lugar
— Te equivocas, los aldeanos del valle conocen mucho mejor los secretos del Neurobosque — dijo Balam.
— Claro, y seguro que algunos de ellos sobrevivieron al fuego y la ceniza como nosotros y después consiguieron regresar a las verdes praderas — dijo Uriel.
Como ya había anochecido, Balam y Uriel se separaron para buscar leña y comida. El cielo coronado por las estrellas y los asteroides, que brillaban disputándole protagonismo a la Luna Andrade, y los planetas rodeados de lunas y soles y descomunales anillos que giraban. Balam se alejó unos pasos mientras iba colgándose de las ramas de los hillus. Apretaba todo su peso, tirando hacia abajo, y las partía. De pronto se agachó para recoger la rama caída, y una serpiente se movió amenazadora. La bífida lengua del reptil le estremeció, pero se contuvo tratando de ignorar el sonido de cascabel que había hecho con la cola. Se adentró entre los muñones de los hillus, que resplandecían a la luz de Andrade como unas torres nacaradas, portadoras la grandiosidad contenida en la naturaleza.
El cascabeleo de la serpiente volvió a sonar cerca, y Balam temió recibir el mortal veneno que aguardaba hincarle en el cuerpo. Tratando de ubicar el peligro, se desconcertó, al no encontrar rastro del reptil. Después cascabeleo sonó de nuevo, esta vez desde varios puntos.
<> — pensó.
Cuando creyó que iba a ser aniquilado, la música de los cascabeles se transformó en el repiqueteo de fúnebres campanas, a las que iba uniéndose el susurro de las lenguas bífidas y mortales que se habían conjurado contra él. Los rumores fueron acompasándose a las notas de las campanas, cantos fúnebres sobres los que ya sonaba la danza de las sombras. Los siseos de las serpientes se le antojaron como el canto demoníaco que avivaba las notas muertas y vacías. El cielo se encrespó y el viento de los fantasmas volvió a soplar.
La fúnebre melodía sonaba en el Neurobosque, anunciando su perdición. Los ojos de los reptiles brillaban como luciérnagas y Balam corrió hasta Uriel; quien, al encontrarse no muy lejos, también había oído la fantasmagórica canción.
— Debemos resguardarnos de los peligros — dijo Balam.
— Construiremos una cabaña. Yo he conseguido algo de leña.
Sobre el colosal tronco de un pino, apoyaron los palos en vertical y los clavaron en la tierra. Más tarde arrancaron las hojas de los helechos, con los que cubrieron la precaria pared. Arrastraron algunas piedras para afianzar las bases. Cuando terminaron, comieron deliciosas moras y frambuesas y tiernos tallos y crujientes semillas. Se acostaron sobre la húmeda hojarasca, entre la que correteaban los insectos: arañas y escarabajos gigantes y babosas.
Uno de los bichos se subió a la pierna de Uriel, quien comenzó a moverse en la reducida e improvisaba tienda que compartía con Balam, tratando de deshacerse del insecto. De modo que el movimiento y el roce le hicieron sentir el cuerpo de su compañera. Los fogonazos del deseo le arrebataron cuando sintió sus irresistibles caderas. Balam se acercó y abrazó su cuerpo, pero no pudo quedarse ahí y le acarició las piernas. Entonces Uriel le apartó la mano con suavidad y siguió acostada, ya sin el acoso de los bichos subiéndole por la pierna.
El soplo del viento se hizo más fuerte. Balam maldijo entre dientes la mala suerte de no gustarle, avergonzado por su frustrada intentona. Fortuna le había castigado, enmudeciendo sus sueños más hondos. Quizás se debiera, pensó, a que su atractivo parecía habérsele escapado desde que, durante la adolescencia, fuera más abierto, sociable, estimulante y valiente que ahora. Si la esperanza era lo último que perdería, el joven seguiría soñando, aunque ignorando la realidad; que su relación con Uriel nunca había alcanzado la profundidad por él imaginada, más bien deseada, ni la conexión entre ambos había saltado nunca en las llamaradas de la pasión.
La Luna Andrade centelleó en el cielo como diamantes tallados. Los fantasmas soplaron, blandiendo la fuerza del pasado, del que ya formaba parte otro rechazo hacia Balam. El viento siseó como las serpientes y, al principio lejos de la tienda, manó la melodía espectral de las fúnebres notas que había escuchado en el nido de reptiles. Los cascabeles se mecieron en el aliento fantasmal y gélido que había impregnado la noche, estrellada de sombras y reflejos. Al atacarle los nervios y las defensas, el miedo se apoderó una vez más de Balam y el cascabeleo, de pronto, se acercó más a la tienda donde se refugiaban. Los palos que habían improvisado como pared titilaron, y salieron volando las hojas de helecho que la cubrían, con que sólo las piedras de la base aguantaban el embiste.
— De nuevo, las sombras nos acechan — dijo Uriel.
— ¡Huyamos! Quizás encontremos una zona donde la influencia del imago sea menos poderosa — dijo Balam.
— Tranquilízate… tras quejumbrosos esfuerzos, hemos conseguido llegar hasta aquí. Esto es algo histórico, una fecha que recordaré el resto de mi vida. ¿Y tú ya quieres huir?
— ¡Pero van a matarnos, Uriel!
— No podemos buscar una zona donde el imago debilitado nos permita escapar. Por si lo habías olvidado, esto es el Neurobosque. Por así decirlo, estamos en el territorio de las sombras y más vale que nos adaptemos.
— Entonces ¿Qué hacemos?
— Esperar
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