En este artículo reflexionaré sobre nuestra precaria condición de estudiantes, para argumentar que sólo concibiendo todo el dolor que hemos padecido a causa de lo negativo – la tramposa competición a la que conduce Bolonia-, comprendemos cómo anhelamos relacionarnos de otro modo.

Recuerdo que, antes de mudarme a uno de los barrios del extrarradio de Madrid, la Complutense me parecía todo un símbolo de la lucha, un emblema heráldico del pensamiento; además, claro, de un lugar estupendo donde refugiarme de los trabajos precarios que me habían ofrecido hasta entonces, sin que nadie, ni siquiera mis familiares y amigos, reconocieran que eso de pasarse unos cuantos años escribiendo novelas, ensayos y poemas era todo un esforzado oficio. Cuando no me tomaban en serio; siempre, vamos, pues me acordaba de Eduardo Mendoza recordando situaciones similares ante la cámara y sonriendo, pero no como uno de sus adorados gatos, sino como un tigre con bigotes de plata. Puto amo. Un día había ido a la caja de ahorros y se había encontrado, para su tamaña sorpresa, con que aquella novela que él creía demasiado fragmentaria o dispersa – La verdad sobre el caso Savolta– había acabado por sacarle de la pobreza. Ya no era un soñador, un locuelo, un especie de estudiante idealista de la vida, sino un trabajador con todas las de la ley.

Por mi parte había sido empleado, aunque sólo durante breves periodos. Había repartido pizzas a algunos de mis vecinos burgaleses, pero había acabado teniendo un accidente con la moto, y eso me había quitado las ganas de jugármela otra vez; mi propio tío había fallecido en un accidente laboral y a mí no me apetecía repetir la historia. Más tarde, cuando mi pareja y yo vivíamos en Las Merindades, había estado empleado en un almacén de un pequeño comercio y repartiendo publicidad por los pueblos, molestando sin querer a algunos apacibles ancianos que caminaban por esas tierras donde ya no había ni rastro de los merinos y quedaba muy poco ganado. Desde luego, después de años trabajando en mi oficio mendocino o mendociano, estudiando como un cabrón y elaborando no sé cuántos miles de trabajos que acabarían en la basura, no era esa la idea de un futuro que yo me había hecho.

De modo que se me ocurrió seguir refugiándome en los estudios, mientras continuaba entregándome a la escritura. Me matriculé en el máster de políticas de la Complutense. El cambio del pueblo a la ciudad fue bestial, y a mí no me apetecía demasiado salir de casa, y más si para quedar con algún compañero de la universidad o acudir a la facultad debía gastarme bastante dinero y viajar durante hora y media enlatado como una sardina boqueando, luchando por sobrevivir; primero en el autobús, luego en el metro, y más tarde andando otro trecho hasta clase. Cuando llegaba allí, todo el aura emblemático de la Complutense se había desvanecido y las pintadas, los carteles y las pancartas, se me antojaban como meros elementos folclóricos. Al poco de empezar las lecciones, fui a hablar con distintos profesores y les insinué que no me parecía lógico que quisieran volver a impartir las mismas materias que se estudiaban en cuarto de carrera, y todos me respondieron que ajo y agua. De modo que, como ya había cursado cuarto de carrera y no me apetecía repetir, me largué al máster en filosofía.

Allí tuve la suerte de que algunas compañeras, advirtiendo que había empezado tarde las clases y podía perder el hilo con facilidad, se acercaron a mí con timidez y me echaron un cable. Pero también se acercaron otros compañeros que querían hacerme un regalo de otro tipo, un gift que en alemán tiene la acepción de veneno; aseguraban que alguien que venía de políticas lo iba a tener realmente complicado, pero uno ya iba siendo un estudiante veterano y no caía en las ponzoñosas trampas de la competición. Aunque en cierto sentido esos compañeros se encontraban en lo cierto, no sería fácil sobrevivir en la universidad. Yo había pasado por la humillación de necesitar la carta de recomendación de algún profesor para poder optar a una beca, recibiendo como respuesta sonrisas de superioridad, silencios cómplices y pura humillación; yo les hablaba de que necesitaba esa carta para tener un futuro como investigador, pero en seguida me di cuenta de que para esos profesores yo no era sino una cosa molesta, una mosquita muerta que aplastar contra el cristal empañado.

Por suerte no todos los profesores eran así, desde luego, pero digamos que si las becas de investigación eran las zanahorias y mis compañeros y yo éramos los burros, entonces había muy pocas zanahorias para tanto rebaño estabulado a lo John Barth en El niño cabra.

Así, las clases iban sucediéndose, aunque sabía que sin la beca me iba a resultar casi imposible meter el hocico por allí y eso me cabreaba como un viejo chivo. A veces iba a Burgos, a visitar a la familia y los amigos. Una de estas amistades impartía clases en la universidad local, y me decía que cómo me atrevía a vestirme como un joven precario – a pesar de serlo- porque, según ella, como mis padres me ayudaban con el alquiler y el pago de la matrícula, entonces debía creerme que era un investigador y todo eso, a pesar de que mis investigaciones no iban a ser consideradas como trabajo, igual que ocurriría con el caso de mi literatura; es decir, yo era un joven precario, que no tenía coche ni ahorros, ni prestaciones públicas, ni nada semejante, y que ni siquiera era reconocido como escritor o investigador, pero ocurría que que yo estaba ciego y me negaba a ver que era un afortunado estudiante (pobre con una jornada de seis a ocho horas diarias y cero euros de sueldo). Al fin y al cabo, eso de la filosofía llevaba su tiempo. Pero mi amiga ya tenía su plaza de profesora, y yo era su alumno – al menos, eso quería pensar ella-; cómo iba yo a quejarme de nada, vistiéndome encima como un joven precario. Sin embargo, había amigos que sí me estimaban, como Jaime Pastor, quienes me iban aconsejando desde la sinceridad más absoluta.

No todo era negativo, desde luego, pero fue precisamente lo negativo lo primero que había aparecido en la novela que estaba escribiendo por aquel entonces – titulada La trampa de Tánatos-. Todo había empezado con un viaje en el metro, en el que me había sentido especialmente agobiado, viviendo toda una pesadilla en aquellos laberintos subterráneos; apenas había tenido espacio para respirar, cuerpos extraños me habían aprisionado contra el vagón como si yo fuera un insecto. Esa escena terrible había pasado de la realidad a la ficción; aparecía una mariposa que dejaba perplejos a los estudiantes atrapados bajo tierra, que se habían olvidado de sí mismos y parecían incapaces de comunicarse, como no fuera a través de las pantallas.

Portada diseñada por Sara Barreiro

Ahora que he terminado la obra me doy cuenta de que, aunque sea un “distopía universitaria”, como la ha descrito Santiago Alba Rico con su habitual brillantez, es sólo porque lo negativo es lo primero que se le aparece al amigo de la esperanza.

Es decir, lo que los estudiantes teníamos en común era que habíamos sido obligados a competir – lo negativo-, pero cambiando de perspectiva eso negativo podía convertirse en aquello que autentificaba una potencia positiva, a saber, la esperanza de un futuro diferente en el que pudiéramos llegar a encontrarnos de otra forma. Sólo concibiendo todo el dolor que habíamos padecido a causa de la competición, comprendíamos cómo anhelábamos relacionarnos de otro modo.

Sin embargo, aunque buena parte de los estudiantes compartíamos aún la fidelidad a la utopía quincemayista, así como inquietudes respecto a nuestros proyectos de vida; todo eso, no obstante, aparecía bajo su aspecto negativo tanto en la realidad como en la novela; debíamos competir, pero la competición lleva en sí la eliminación del adversario, machacarlo como ajo en el mortero. La solución negativa que aparece en la novela, en la que una organización violenta de estudiantes – conocida como el Frente Antiprostitución- responde a los secuestros de alumnos que han sido obligados a producir hasta morir, olvidándose de sí mismos; bajo esa solución negativa, como decíamos, late un impulso positivo que apunta hacia un futuro diferente en el que no seamos obligados a competir. Es decir, la esperanza aparece al principio como desesperación, y si la universidad se narra como un lugar horrible ubicado en el infierno de la ciudad, una suerte de campus total seccionado en tres unidades, una para clase social, es precisamente porque la esperanza apunta hacia una institución donde los estudiantes no seamos cosas a las que dar forma prostitutiva, cosas obligadas a enfrentarse en la carrera atroz trampa adelante de la competición, sino trabajadores dignos que puedan autorrealizarse con lo que hacen, en una sociedad sin empleo enajenado y sin clases. Porque la distopía universitaria es, cambiando de perspectiva, la utopía de los estudiantes. Todo lo humano tiende a la esperanza.

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