Muchacha había emprendido el viaje hacía tantos soles que ni su ajada piel lo recordaba.
Después de beber espinas de cactus y vomitar las flores, Muchacha advirtió una presencia extraña. Al principio, instalada en el pecho, descolgándose más tarde por los conductos del estómago, enraizándose en el útero.
El dolor se agudizó con la llegada de Doña Autoridad; una dama de aspecto virginal, alguien en quien Muchacha confiaría: una santa, una madre.
— ¿Por qué has contestado tan tarde? — preguntó Doña Autoridad.
— Quiero continuar el viaje, pero estoy demasiado cansada — dijo Muchacha.
— Tu objetivo es llegar.
Pero el viaje sólo había emponzoñado su estómago de veneno y Muchacha se preguntó por qué había contestado, dejando de escuchar y arrojando el equipaje; las instantáneas que guardaba, fueron tragadas por las fauces de la duna.
Se levantó, partió el cactus y bebió el agua. Con la punta de la hoja, fue dibujando un mapa en la arena, de forma que los desiertos proyectaran una nueva luz.
Desprendiéndose, los rayos habían hendido los cielos.  Y entonces Muchacha empezó a comer, a alimentarse con comida verde, blanca, naranja, roja… sin vomitar.

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