Relato breve
La base-sísmico-sónica retumbó al principio, cuando el golpeteo del corazón se descompasó, como si de alguna forma la sangre de Konrad se hubiera concentrado en el fluir de la energía, fuerza acumulada en las ondas que revotaban y se desdoblaban en partículas minúsculas, notas absorbidas por las notas que iban después. Nuestro amigo no podía detener su movimiento — dijo Fro.
Todo ocurrió en el Agua de Manantial, en las burbujas del local, un inmenso y laberíntico acuario que servía las veces de central de ocio-comunicativo; expresivo, por así decirlo, en las miradas de soslayo y las palabras enterradas bajo el miedo y el silencio. Una vez por semana, después de servir desayunos ricos en proteínas; miel de cerezo y resina de sauce, que costaba 2 chelines aunque regalaban mazapán en café, organizaban allí una competición de peces muertos y con los ojos vacíos. Dejaban que los clientes se llevaran a casa todo lo que habían pescado; un pez-piñón, una almendra-jirón, un anguila-dátil; lo que fuera, qué importaba.
Las palabras como tal no pueden describir la experiencia de escuchar una pieza musical, y menos si eres tú quien la interpreta con algún instrumento, porque las palabras siempre están provistas de una función comunicativa, y por tanto, de una especialidad en la transmisión de la ideología dominante; la especialidad artística y ética, por ejemplo. La música es un mundo que tiende en sí mismo a sondear las brechas, las imágenes y sensaciones de nuestro pasado; por decirlo así, un espacio donde el pensamiento sea interpelado por el movimiento y los sensores-corpóreos, y no por estúpidas ideas que nuestros antepasados habían alimentado mediante recuerdos y grilletes de fantasmas, los sueños sobre campos abandonados, bombas implosionadas, violaciones y terremotos de suspensos y despidos, edificaciones recién construidas o la muerte de un ser querido, en definitiva, todos aquellos impedimentos que obstaculizaran el progreso de la música a través de sus ondas — dijo Fro.
El local tenía las paredes de cristal… ¿Recuerdas? y los peces flotaban muertos, mirando alelados de aquí para allá, con los ojos en blanco, ausentes y des-oceanizados, mirando cómo se drogaban los chavales.
Los chavales pedían unos cascos al camarero… ¡Humm! Soy de la opinión de que cada uno es libre de hacer lo que quiera; yo conozco a los chavales que se drogan allí y son buena gente, lo que pasa es que están condicionados; igual que todas, vamos, que no culpa a nadie, y menos a nuestro querido Konrad.
Al decir libre, Fro había dibujado unas comillas con los dedos. Nuestro amigo estaba obsesionado con la idea de disfrutar, ligar, drogarse, sólo escuchaba ese punk desquiciante salido de los garajes de extrarradio; de modo que eso había constituido un problema desde el momento en que le había impedido disfrutar de la luz y la claridad en sí misma, rayos desprovistos de las opacas mirillas del poder y la autoridad — dijo Fro.
Cuando los chavales tenían los cascos, y habían pedido bebida y algo de comer, se sentaban sobre los colchones; acto seguido, enchufaban los cables a la máquina de música. Era un cuadrado de medio metro, negro y metálico. Cuando las ondas electro-magnéticas se expandían, los chavales formaban un círculo y se cogían de la mano. La música comenzaba a agitar sus cuerpos jóvenes, pero nunca se soltaban. Al tiempo que los órganos y las arterias se adaptaban a la irrupción de la música, los chavales se abandonaban.
Konrad se había fijado en una morena de ojos saltones, los labios caídos hacía abajo, carnosos y atravesados por tres anillos. La chica tenía las pestañas estiradas y azules, aleteando sobre unas facciones contornadas, jóvenes y alegres: una de esas chicas a la que miras por primera vez, y te quedas tan sorprendido que ni sabes qué decir.
El loco balanceo de sus caderas; la chica volvía a torcerse y retorcerse, las piernas, los pechos, el calor y su ardiente piel, quería comérmela enterita — había dicho Konrad, según la versión que me estaba contando Fro.
Me tenía loco, así que empecé con el juego — así Konrad—. Le había estado mirando, cuando se había acercado a la barra. Entonces Pura Coca empezó a darle. Al instante, me levanté y seguí los ritmos, los endiablados ritmos que no te dejaban descansar ni un momento; las ondas, caídas desde abajo, que se rompían de pronto para dar un giro-espiral a la composición, de nuevo desde abajo, escalando desde la pureza del sonido.
Como quien no quiere la cosa, me acerqué a ella. Mi llegada fue recibida con una mirada directa al fondo del asunto. La muchacha quería enchufarse, así que esperamos a que no hubiera nadie en las máquinas musicales; acomodándonos en los colchones, enchufamos los cascos — había dicho Konrad.
El colocón dio comienzo con los fogonazos, con las llamaradas que arrasaron las puntas de lanza que habían sostenido todo aquello que no era, ni nunca había sido nunca, real. Las caderas de aquella muchacha me hicieron olvidarlo todo; sólo sus caderas, sus piernas en el agitarse del puro y jodido éxtasis, quiero decir, imposible no quedarse loco con la chica revolviéndose en los centelleos, cómo todo su cuerpo se contorneaba mientras el aura eléctrica volvía, otra vez, a cargarse sobre sus caderas, que estallaban en el siguiente compás — había dicho Konrad.
Nos habíamos tendido sobre los colchones orientales, raídos, utilizados por otros jóvenes, que como nosotros, habían buscado la vía de escape hacia el fluir de la conciencia, el acorralamiento de la autoridad en partículas diseminadas que se hubieran desprendido, así, de toda trascendencia; cuando prendió la llamarada, la chica y yo nos cogimos de la mano, y todo aquello quedó enterrado — había dicho Konrad.
— ¿Y cuál es el problema, entonces? — pregunté.
— Pues que nuestro amigo ni siquiera sabe cómo se llama la chica, iba tan puesto y borracho que ahora ni quiera se acuerda — dijo Fro.
— ¿Y el número de teléfono? ¿La dirección?
— Nada.
— No me lo creo… si tan importante fue, acabará acordándose, si en verdad quiere— dije.
— El asunto del psicoanálisis lo dejamos para otro momento. ¿Está bien analizar a nuestros amigos? ¿Acaso Freud no era un completo exagerado? Estaba obsesionado por el sexo… Ya ya los grandes maestros de la sospecha, y todo eso. Me refería a que tú y yo siempre analizamos a los amigos que tenemos en común — dijo Fro.
— ¿Y qué ocurre con nosotros? ¿Quién nos analiza?— pregunté.
— Supongo que la gente que nos conoce, qué piensen lo que quieran — dijo Fro.
— ¿Y tú qué piensas de mí?
— Tú y yo somos intentos de pensadores, de pensadores materialistas… — dijo Fro enfriando el paladar, como si a causa del sabor amargo y oxidado, le hubiera costado pronunciar— y me pareces una persona que arrastra los grilletes de sus condiciones reales de existencia… si quisiera analizarte algún día, analizaría cuál es tu posición en el entramado productivo; pero lo económico no es el único determinante, como tampoco el sexo, más bien se trata de un conjunto de variables interrelacionadas… — dijo Fro.
— Para el carro, mira quién ha entrado — dije.
Konrad había entrado en la biblioteca y se había sentado al lado de la sección de cultura musical. Esperó un momento y después abrió un tomo enorme, extrayendo una bolsita de soma que se guardó enseguida. Percibí la caída del sudor y las ojeras que el cansancio había pronunciado en nuestro amigo, que se acercó hasta nosotros.
— ¿Queréis probar un poco? — preguntó Konrad.
— Yo no quiero — respondió Fro.
— ¿Por qué estás enchufado todo el día? — pregunté a nuestro amigo.
— El cansancio impone, castiga el cuerpo y lo suspende, cansancio y trabajo, el estrés de los malos pálpitos, el consumo de muerte: carne sin grasa y pescado sin espinas, cine publicitario y palomitas, papeles y denuncias por pensar más allá de la dimensión sobre-investida por la autoridad, toda una jodida y maloliente basura — dijo Konrad.
— No te pongas romántico — dije.
Entonces Konrad arrugó su cabeza y las secreciones del soma se salieron de los poros.
— Todos necesitamos la seguridad de que podremos repetir la misma experiencia que nos encumbra y aísla— dijo Konrad.
— Por eso no quiero probarlo — respondió Fro.