Conduzco por una carretera mal bacheada, sinuosa
que serpentea entre los valles y pueblos de Burgos
mi Derbi ronronea, está caliente, siento su excitación entre las piernas como si formara parte de mi cuerpo
reduzco la marcha y el contador de revoluciones se dispara
he arribado a un desvío
pero no sé a qué lugar me dirijo
he olvidado consultar mapas, pedir indicaciones
nunca he estado aquí
pero sé lo que encontraré:
lo maravilloso de un viaje
es desconocer dónde termina el camino y saborear el trayecto con la boca.
Tomo el desvío de la izquierda y, al instante,
olvido el nombre del pueblo al que lleva
en Burgos hay quinientas villas.
Las gafas empañadas por la sangre de los bichos
que se inmolan también contra mi pecho, porque suicidas en la carretera
y nadie sigue el rastro de la gasolina mezclada con aceite, el aroma a acelerones y derrapes, a campo y ciudad, a asfalto y tierra, a adolescencia
y los infinitos campos de espigas lánguidas y el pan de un pueblo y la paleta de un artista
trigo y miel y océano
valles de verde esmeralda
de pasto y vida.
El silencio de un escritor, de un explorador solitario en campos de Castilla.
En las rectas largas tengo tiempo
para imaginarte a mi lado, aquí,
caliente y sofocada
sujetándome de los costados para no caer al asfalto
sudada y sucia
apretando los pechos contra mí
para imaginarte feliz
rebosante de dicha.
En las curvas cerradas
la rueda trasera derrapa
enderezo la máquina con agilidad
allá veo otro campanario y el puente y el cementerio
y el mapa y el territorio
y el paisaje es una lengua de colores
y la carretera sigue y sigue.