Lucy era una niña tan frágil y preciosa, que sus padres creían que acabaría por romperse; si salía de casa y tomaba la calle: horror, depravación, accidentes, violencia, la ciudad derrumbándose. Nada más cruzaba la puerta, mamá Mantícora le veía los dientes estallando contra la acera, y peor, los salidos y viejos verdes de parque acechando en la oscuridad. Fingerpotato hacía de papá unas veces, pero la mayoría trabajaba duro y apenas se le veía por casa más que descansando, viendo la televisión o limpiando su piel de patata. Así que la mujer cargaba, dentro de la jerarquía patriarcal de la familia, con el peso del Planeta Cocina y la educación y el cuidado de Lucy. Trataba a su hija con mimo, admirando no sólo su belleza exterior como criaturita celestial, sino también la curiosidad, la inteligencia y la bondad interior de su niña.

Un día ocurrió que la niña, de pronto, desapareció de casa. Mantícora había acostado a su hijo menor, Proseo, y después fue hasta el salón para tomar unas pastas mientras jugaba con su marido a las cartas dondesímicas. Bajó por las escaleras, en las paredes leyó una borrosa inscripción: Huelga de calcetines, con letra temblorosa y trayectoria curvada. Maldiciéndose por tener que soportar los cambalaches de la niña, y limpiar las pintadas y los calcetines desparramados, colgando del filo de las escaleras, sintió pinchazos en la espalda, al haberse inclinado en mala postura.

El pasillo de la primera planta se hallaba decorado con un faisán rosa, un aparador negro muy antiguo y cuadros como Nave verde o Gruta celeste, de Ezequiel Mosquera, quien había pintado una senda casi invisible a través de las estrellas. La mujer se quedó un instante mirando el polvo, que había estropeado los colores de las pinturas, y pensó que de cualquier forma los ácaros podrían esperar, porque ella estaba muy cansada de trabajar y trabajar para, en definitiva, no recibir sino el desprecio de su marido y la rebeldía de su niña. Al menos contaba con el apego cariñoso de Proseo. Pero cada día pensaba en que su nenito también se volvería de lado y dejaría de quererla con la pasión infantil con que la había cubierto.

—Querido ¿Has visto a la niña? — preguntó Mantícora.

—¿Vamos a jugar a las cartas o qué? Yo qué sé dónde se habrá metido esa desgraciada — dijo Fingerpotato.

—¡Por favor! ¡Podría oírnos!

—Qué me importa. Estoy cansado. Peores cosas habrá escuchado de la televisión.

—¿Tienes una idea de dónde puede haber ido?

—No dijo nada

—Quizás podrías escuchar un poco más.

—Ya escucho

Mantícora llamó a Lucy, y pensando en que se encontraría duchándose, fue al baño destartalado y encontró a la tortuga de su hija, buceando tranquila y sonriente en el agua, entre los botes de suavizante y la toalla mugrienta que habían sido tirados de los estantes superiores; tales eran los rastros de la pequeña. El animal chapoteó y se encaramó a un bote, esperando a que la mujer tratara de cogerla, para encerrarla de nuevo en la pecera, aguardando para morderle bien fuerte. Pero Mantícora ignoró a la feliz tortuga, que volvió a impulsarse bajo el agua en cuanto la vio salir del baño, preocupándose porque su niña preciosa podía un día ser secuestrada, golpeada, pervertida o violada, aunque en ese momento lo más factible, le pareció que se hubiera escondido en su cuarto, pues su pequeña era todo alegría, desobediencia y fantasía; había tratado de violentar a sus mascotas, enseñándolas a no dejarse amedrentar, pero también a reír, y peleado con las compañeras de su clase, desobedecido en los juegos como si, de pronto, se abstrajera de cualquier situación y flotara por encima, sin que nada le afectara.

Pero a Mantícora sí le afectaba todo el rastro de destrucción que dejaban la mascotas de su hija: la tortuga feliz y el perro Pollo, los canarios y los bermejos jilgueros, y los cariñosos conejos que, cohabitando con la pequeña en su habitación medio selvática, le llenaban a la niña la cabeza con cantos como poesías hermosas y musicales, y también con ladridos y chillidos penosos e insistentes. Lucy personificaba las lamentaciones y alegrías animales, pero cargaba con responsabilidades que no podía cumplir, dada su inmadurez, bullendo en mil ideas contradictorias y equivocadas sobre su propia naturaleza “animal”. La muchachita afirmaba que ella no había llevado ningún animal a casa, sino que los bichos, según sus palabras; ya estaban allí de antes, y ahora no podían irse.

La mujer fue hasta el cuarto de su hija. Abrió las puertas de los armarios, miró bajo la cama y, tropezándose con la jaula del aturdido conejo negro de Lucy, cayó al suelo. Vio los juguetes masticados del perro, y al tiempo que se levantaba, se preguntó si Pollo había desaparecido también. Volvió a llamar a su hija; gritó su nombre desesperada.

—¡Lucy! ¿Para ya de asustar a mamá! ¿Estás jugando? Sal ya, por favor — dijo Mantícora.

—Pero… ¿Qué ocurre? — su marido, Fingerpotato, se había levantado para ir al Planeta Cocina. Comía un bocadillo

—La niña ha desaparecido.

—¿Cómo dices?

—Y el perro también.

—¡Llama ahora mismo a la policía! — gritó Fingerpotato.

Mantícora hizo la llamada.

—¡Resulta que no podemos denunciar la desaparición de nuestra propia hija! Debemos esperar no sé cuántas horas, para que empiecen a buscar. No comprenden la tristeza de una madre… mi…mi pobre niñita — Mantícora derramó algunas lágrimas—

—En cuanto termine esto, iré a buscarla — Fingerpotato engullía el bocadillo—

—Yo también voy

—Es mejor que nos separemos

—Necesito moverme y encontrar a mi niña, sería incapaz de quedarme de brazos cruzados

—Tienes que cuidar de Proseo

—Ya he acostado al niño

—Y atender las llamadas de la policía. ¿Le has dado los datos?

—¡Cómo voy a dárselos si no podemos denunciar!

—Pero… ¿Les ha dicho como es Lucy?

—Sí, les he contado que vestía el pijamita de osos y que se ha llevado al perro.

—¿Crees que alguien le haría daño?

—No sé lo que ha podido pasar.

—Estas cosas ocurren. Lo más probables que se haya escapado a vivir alguna de esas estúpidas fantasías con las que sueña. Si es así, la encontraremos sin tardar demasiado. Es una niña problemática. Espero que Proseo nos salga mejor.

—¿Nos? ¿Hablas en plural, como si tú hubieras invertido una centésima parte de mi esfuerzo, maldito cabrón?

—¿Y qué hay de mi trabajo? ¿Crees, estúpida mujer, que esta casa podría mantenerse sin mí?

—¡Ya lo hace!

—¿Cóooomo? ¿Hoy te has levantados con ganas de un guantazo?

—…

—Y nuestra hija desaparecida

—Pierdo la cabeza por momentos… antes me pareció oír su risa.

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