El cartel de la exposición mostraba de fondo una obra del artista; un túnel infernal atravesando la boca de un ser celeste, suspendido en los astros; pinceladas gruesas, lentas y coloridas, rellenos de contornos refulgentes que contrastaban con lo apagado de los ojos de ese rostro maligno, que todo parecía engullirlo; el túnel atravesando la boca y rompiéndola, pues más adelante el camino quebraba en rayos y diamantes de toques enloquecidos y pinceladas estridentes, acabando en la nada que imbuía la pieza, al óleo y a la venta en exposición.

Ezequiel Mosquera casi había terminado de colgar todos los cuadros, y pensó que la colección se hallaba incompleta. Su arte nunca había vuelto a alcanzar las cuotas de su época álgida, más fresca, joven y original; como si el volver a la memoria le fuera ya demasiado trabajoso, y tan sólo aprovechara las escenas oníricas para exponerlas y venderlas, a la manera de un mercader de baratillo. Se había puesto unos viejos vaqueros, negros y raídos, una camisa mal planchada y encima una chaqueta de avezado profesor de arte, con coderas de cuero y quemaduras de cigarrillo en las solapas. Mostraba el síndrome de las personas que padecen insomnio, el cansancio le impedía prestar atención a lo que iba haciendo durante un tiempo prolongado.

Al principio se concentró, aquella tarde aciaga y terrible de septiembre, en que los cuadros quedaran en la posición más adecuada. Pero después de un rato de trabajo, Ezequiel, que era un hombre que ese día de septiembre cumplía 55 años; natural de Burgos y con ascendencia gallega, para más señas, estuvo pensando en que no tenía por qué estar deprimido en su cumpleaños y dejó de colocar los cuadros. ¿Acaso no había él logrado, durante los años dorados en que había residido en Barcelona, que su arte fuera reconocido en España? ¿Y qué había de sus exposiciones en Lisboa, París, Sídney? ¿Qué quedaba de sus sueños pintados, estarían colgando en los hoteles de Nueva York, quizás en suites de lujo? ¿Cuántas ciudades le quedaban por conquistar, y sobe todo… por qué había tenido que volver a su gris y triste ciudad para una exposición sin importancia?

Luego de un rato cayó en la cuenta de que debía apurarse para terminar de ultimar los detalles. Recordó la promesa de retirarse si llegaba a hacer fracasar su arte, en el sentido de que lo estaba traicionando con sus obras más recientes y, por tanto, había que cambiar o retirarse. La promesa que se había hecho a sí mismo parecía una mentira carcomiéndole las entrañas, la frustración hirviéndole de dolor, pues no se veía capaz de dejar la escena, de crear y exponer sus obras al público. Además, tampoco el bolsillo aguantaría una retirada prolongada. Ezequiel había ido tirando con el oficio tan duro del artista, pero la cotización de su pintura había bajado en el mercado hasta límites insospechados, y ya muy pocos pagaban dos o tres mil euros por sus creaciones, cuando en los buenos tiempos había sacado un pastizal a un par de hoteles de Nueva York. Pero los buenos tiempos se habían esfumado y había que pagar las facturas.

Retirarse un tiempo era lo que, en realidad, deseaba Ezequiel. Olvidarse de la presión constante a la que le sometía la creación; para no entregarse a la frustración, sublimada su energía en la pintura como una barrera que no podía destruir. No estaba preparado para dejar su trabajo, puesto que su obra fluía como su vida y no podía detenerse. Terminó los últimos detalles, y los cuadros quedaron colocados a su gusto.

La galerista, Amaltea García, había ido colocando las lámparas, las luces y los focos, mientras recibía las llamadas de la prensa y trataba de que el voltaje de la sala no se sobrepasara. Era una mujer de mediana edad, menor que Ezequiel; morena, algo enérgica y nerviosa, menuda, con la piel tersa, suave y blanquecina, vestía un vestido negro de cuellos alzados y escote generoso que le daba un aspecto sexy. Había adquirido la galería, que llevaba su nombre, después de haber fracasado con una academia de bellas artes que también se llamaba como ella, pero que resultaba demasiada cara y elitista para la mayoría de las familias de la ciudad. Así que ahora la mujer se cuidaba de elegir bien a los artistas y los precios, habiendo elegido a Ezequiel y su arte por su popularidad como complemento idóneo para las ferias de decoración que había entonces en la ciudad.

Amaltea fue la encarga de los recibimientos, sobre todo llegaba gente de las ferias; matrimonios, coleccionistas de segunda categoría y curiosos, así como algún crítico de arte de revistas sin tirada. Ezequiel se había escondido en los polvorientos almacenes, entre algunos de sus cuadros que no iban exponerse en aquella ocasión. Fumó un cigarrillo y trató de serenarse. Vio su cuadro La gigante eléctrica apoyado en la pared; lo cogió, poniéndolo recto y admirando la ciborg: rostro metálico y miembros rectos e inexpresivos, el enfoque desde abajo como entregándole todo el poder. Había pintado la cintura de la mujer como el anillo de un planeta dorado, y luces despedidas hacia el pecho de la ciborg, remarcando su posición de dominio. Pensó en los errores que había cometido mientras se enfrentaba al lienzo, y se maldijo por no haber planeado con más exactitud los bocetos previos. Él veía pinceladas desentonando y formas imprecisas por doquier; una escena inanimada, cuando él había pretendido dar movimiento a la cintura de la ciborg y más humanidad a su pose. De todas formas, la edad le había ayudado a comprender que las cosas no sólo no ocurrían como deseaba, sino que podía esperar lo peor.

Al fin, reunió los ánimos necesarios y salió del almacén. Se dirigió a la sala, donde esperaba la galerista.

— ¡Y ahora, por supuesto, el artista nos presentará la colección! — gritó Amaltea, que le dedicó una furiosa mirada— ¿Dónde has estado, idiota? — le susurró
— … — Ezequiel se quedó en blanco—
— ¿Estás listo?
— Sí… gracias a todos y a todas por venir. Para mí, es un honor volver a la palestra…
— … — El público cuchicheó—
— Y más que con… esta colección, que incluye mis últimos cuadros, traídos de los sueños…
— … — Ezequiel creyó ver alguna risita entre el público—. No voy a hablarles de influencias… ni de Picasso ni de Matisse, no quiero aburrirles y parecer un profesor —sí lo parecía—. Es posible que esta sea mi última exposición, al menos por un tiempo prolongado. Hoy cumplo cincuentaicinco años, llevo más de tres décadas en la escena. Primero como un joven prometedor, luego un artista consagrado en la élite de la segunda división, y más tarde como un complemento bastante caro de decoración.
— Creo que no es el momento… — dijo Amaltea—
— No, tranquila. Ya no soy un muchacho. ¿Qué podrá asustarme? ¿El mal gusto de alguno de las invitadas del público? ¿Acaso mis cuadros no pueden conjuntar con el cuero del sofá? Podría gritar y decir que no he estudiado, perfeccionando las técnicas y vivido durante épocas en la reclusión requerida por la inspiración, pura desesperación señoras y señores, para acabar mendigando la atención de unas gentes sin inquietudes ni gusto por la estética — dijo Ezequiel.

Silencio. El dejo despistado de una sonrisa; el hombre cree ver cómo se burlan de él, un tipo hecho y derecho de 55 años y, en el fondo, tan niño como todos los demás. Se paseó por la galería, con el corazón golpeando fuerte en el pecho, de pronto oyendo a uno de los críticos de arte; aunque sabe que escriben para revistas sin importancia, a él una mala crítica siempre le afectaba. Trató de afinar el oído.

— Ya sé de dónde saca las ideas este tal Ezequiel Peñas — dijo el crítico, que había ido acompañado de su esposo.
— ¿Si? ¿Qué piensas? — pregunta su marido.
— Compra revistas antiguas en los quioscos y los mercadillos de domingo, después elige uno de los collages de fanzine y copia la idea del montaje. Más tarde sólo tiene que reproducirla en pintura con una ejecución que resulta, en verdad, muy pobre, manida, retorcida, de estética vulgarizada. Esos montajes en papel de revista no están nada mal, pero este señor Ezequiel trata de hacernos creer que estas escenas, mal preparadas, han salido de sus sueños o algo así — dijo el crítico.
— No te portes mal, ya sabes que si te pasas pueden enfadarse contigo
— ¡Me importa tres pimientos!
— Es que nos están oyendo…

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