El drama de la juventud se masca en lo que todos vemos; niños deprimidos y aislados en su habitación, viviendo en la virtualidad de la pantalla, como mónadas aisladas de todo contacto real. Quizás, nosotros mismos hayamos sentido la frustración de quien se piensa sin futuro, porque no puede independizarse, ni trabajar o soportar la autoridad del sistema educativo; entonces irrumpen las ganas de desvanecerse y permanecer en la cama, sin fuerzas si quiera para levantarse y afrontar otro día de paralizante y malsana rutina. Sabemos de jóvenes que se han marchado del barrio para recolectar en Francia o en Huelva, advertimos la violencia estructural cuando se visibiliza la exclusión de la juventud precaria, que cada vez participa menos de la vida social de su ciudad, sale menos por el barrio, y ahorrar los cuatro duros que les dan sus padres para poder comprar alcohol o yerba y huir así del malestar que colma la vida cotidiana. Para volver a comenzar al día siguiente.
Día a día la ruptura generacional se nos muestra en la desidia de los y las jóvenes que conocemos. El miedo consume la maravillosa época de la juventud para convertirla mediante el predominio de la confusión, marañas y frustraciones que un adulto ya puede medir en su término justo. Un adulto se dice que, después de todo, la vida nos ha decepcionado a todos y que más vale aprovechar lo entretenido y provechoso de la travesía. Pero quizás un joven no cuente con la seguridad de la experiencia y no haya aprendido tanto de los fracasos, y las ganas de aprovechar las oportunidades se le hayan escapado porque las mismas oportunidades cambiaron, como si hubiera sido arrojado a un cuarto hostil en que las puertas sólo se abrían para quienes apoquinaban a los guardas que las custodiaban. De forma que las expectativas se tornaron, para los jóvenes, en un oscuro tapiz en el que no había ningún plan estable, ninguna luz que indicara las certezas necesarias para realizarse en la vida.
La juventud sentimos, y a partir de aquí me incluyo, la necesidad de vivir. En nuestras vidas sentimos la desesperanza de lo que Lacan llamó “personalidades no consumadas”, puesto que no podemos crear las condiciones reales que posibiliten la libertad por la que tanto anhelamos; la libertad donde realizarnos a nosotros mismos, abriéndonos a los demás y viviendo, equivocándonos y aceptando que el dolor es parte de la vida. Para esto necesitaríamos librarnos del miedo y de las relaciones virtuales con la pantalla, también un sitio para conocernos y para follar, una vivienda para crecer con nuestras parejas o en soledad; cometiendo errores, sí, desapegando la sobreprotección, las presiones y los chantajes emocionales de unos progenitores que no tienen la culpa de nada porque, nosotros que hemos leído a Althusser, entendemos que sus discursos, ideas y prácticas autoritarias son las expresiones de la situación en que ellos han sido sujetados, asidos, maniatados por la educación y el miedo, y ya no son individuos sino sujetos de la autoridad.
Althusser nos ayudó, a la juventud, digo, en cierta manera también lo hizo Marcuse; al tiempo que el primero nos enseñaba que los sentimientos son las formas de la autoridad familiar y conyugal, y que por tanto por qué habríamos de sentirnos culpables por actuar en libertad, si somos lo suficientemente íntegros como para no querer nada malo para el resto, claro, y el segundo nos enseñó que la utopía es posible, poniendo el énfasis en que el inconsciente es también político; el modelo de familia y la represión sexual, colocaron a Marcuse en el centro del debate estudiantil porque hablaba de problemas que resultaban más acusados durante la juventud, puesto que los adultos ya habían resuelto problemas parecidos o alineado la conducta.
El malestar se produce cuando, frente a las expectativas creadas, chocamos con la dura y miserable realidad de la privación y la precariedad; el no poder acceder a la ciudad porque sólo se puede con dinero, ahorrar en calefacción y comer comida de mala calidad para ahorrar, al tiempo que otra gente ya tiene el futuro hecho antes casi de venir al mundo. Después de la frustración, llega la agresividad, que en la mayoría de los casos no se transforma en movilización política, en un programa de necesidades rupturista que ponga el centro en la injusticia social, la represión sexual y política, la opresión del patriarcado y la situación insostenible del medio ambiente, pero que debe ir más allá de la renta básica universal y plantearse un cambio en el modo de entender el trabajo y de entender la política.
Si el 15M fue un movimiento social que politizó a la juventud, en la actualidad vivimos un abandono de la protesta, por el ciclo electoral y la apuesta de las burocracias sindicales y partidistas de frenar el impulso a la movilización popular, esperando que las elecciones supongan un oportunidad para integrar a Podemos en el sistema partidista. Pero las necesidades materiales de los y las jóvenes no se van a conquistar en las urnas, porque las instituciones del sistema capitalista, por mucho que Pablo Iglesias quiera olvidarse de las lecturas “estructuralistas”, sirven para asegurar la tasa media de ganancia de capital (5% durante el siglo XX) y para muestra lo que ha hecho Tsipras tras el chantaje que sabía iba a encontrarse por parte de las instituciones europeas. Recordemos; la UE es una estructura creada para que ganen Alemania y sus bancos.
La política debe impregnar la vida cotidiana, pero nos encontramos aislados, los espacios públicos han sido privatizados y el miedo predomina en las relaciones sociales. Antes hablábamos del drama de la juventud, que siente una necesidad de vivir y una personalidad no realizada porque el miedo paraliza, destruye, separándonos a cada una mediante murallas de desconfianza. A la defensiva; la vigilancia y el control, los prejuicios y las habladurías. Todos decimos que no nos importa lo que piensan los demás, sabiendo que no es verdad. Nosotros somos significados por el otro; cuando, por ejemplo, alguien nos llama ni-ni, por un momento sentimos la sanción del lenguaje, que a veces se nota en el reflejo involuntario del rostro pero que dentro experimentamos como una breve e incontrolada punzada, como si durante unos instantes nosotros mismos hubiéramos creído ser ese ni-ni que tan mal visto está por la gente.
Después de todo, nos presentan a los ni-nis como si tuvieran la culpa de algo, cuando en realidad se trata de niños y niñas deprimidas por la necesidad irrealizada de vivir y de ser capaces de planear un futuro. Además, el concepto de trabajo se entiende, a veces, como si sólo englobara el trabajo asalariado. Pero ¿Qué ocurre con las labores domésticas, con los cuidados, el arte, con todo el trabajo no reconocido como tal? Pero estas preguntas las pensamos después de haber recibido la sanción del lenguaje.
No queremos sentirnos mal por actuar en libertad, bajo las condiciones autoritarias de nuestras vidas. Pero para escapar de ellas, mejor sería no recurrir a las salidas fáciles; como la droga por ejemplo, ni la fiesta como escape de una semana dura y exasperante, al igual que la anterior. Tratemos de construir nuestra identidad nosotras mismas sin que nadie venga a significarnos, a decir lo que somos o dejamos de ser. Claro que para eso, antes habríamos de tener cosas en común, deshacernos de estos anclajes que nos sujetan a la desesperación, y conocernos. Una vez que tengamos eso, sólo habremos de tirar abajo todo lo antiguo, todo aquello que impida que creemos las finalidades de la libertad.